La voz
¡Nació la ronquita!, dijo el doctor cuando yo apenas había empezado el mundo.
Viví con esa voz que a veces sonaba como un niño con vergüenza y pudor, así es que hablaba lo menos posible. Por eso, cuando la mujer de las faldas anchas me ofreció guardársela y darme otra más suave a cambio de no me acuerdo qué cosa, algo de mi alma y años de servicio, le dije que sí. No sé si la voz que me dio era de alguien más, pero ahora cuando hablo siento que somos muchas en cada palabra. Mi voz nueva y multitudinaria era más dulce pero yo no sabía cómo usarla. Tenía que pedir algo y me salía la voz de ahuyentar peligro, tenía que ahuyentar peligro y me salía la voz de cantar villancicos.
Todo era confuso con esa voz nueva, además que nunca sabía cuándo estaba hablando yo o era alguna de las otras. De ellas había una en particular, que se aparecía en todas las esdrújulas. Había otra que se ponía a repetir palabras hasta que perdían el sentido y quedaban sólo como letras, hiatos y diptongos. No lograba cantar con normalidad. Todo era difícil.
Una noche en que no podía dormir porque tenía que impartir un taller al otro día y no sabía qué voz me iba a salir, pensé en que tal vez la mujer de faldas grandes me había puesto por alguna razón en este aprieto de voces. Pensé en los momentos en que me sentía cómoda hablando y me dije: ella nunca se la llevó, mi voz está aquí dentro, sólo tengo que encontrarla.
Y así fue cómo empezó la búsqueda de esa voz perdida entre muchas otras. Reí, canté, hablé mucho con las mujeres que amo, leí en voz altas todos mis diarios y todos los grafittis, imité pajaritos y motores de avión, me esforcé en recordar la voz de mi abuela y pedí que me contaran cómo hablaba mi bisabuela. Relaté cuentos, ensayos y poemas, dije muchos garabatos, sisié, ladré, ronroneé.
Un día, volví a encontrar a la mujer de faldas anchas y le hablé de nuestro trato, ella sonrió: ―“¿ya la encontraste?”― me dijo, con los papeles que firmé sobre su regazo, intactos.
Cuando le iba a responder ocurrió el milagro: mi voz volvió, volvieron mis ruidos, mi vibración ronca, mi tono bajo, hasta mis ganas de gritar volvieron y sentí que ahora sí podía empezar a hablar de mí misma.
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