Amor de mamá
Había una vez una niña que se sentía sola. Su madre trabajaba el día entero y cuando volvía a casa estaba tan cansada que no tenía ánimo ni fuerza para jugar o acariciar a la pequeña.
La niña soñaba con que viniera un hada y diera a la mujer muchas horas al día para que madre e hija pudieran disfrutarse, olerse y abrazarse sin prisas ni preocupaciones.
El hada nunca llegó. Pasaron los años y la niña creció. Unas veces estaba triste y otras veces estaba enojada pensando en las largas charlas y los cariños que nunca tuvo.
Con el paso del tiempo, ella comenzó a sentirse presionada, a tener siempre prisa, a vivir sin tiempo y preocupada por cómo había subido el costo del pan y por lo alta que había llegado la cuenta del pago de la luz. Le daba rabia comprender cómo estaba atrapada en un mundo en el que, para sobrevivir, hay que pagar muchas cuentas.
Un día, se le vino una inquietud a la mente:
¿Cómo había hecho su propia madre para sostener tantos gastos, incluidos los de la niña que había criado?
Intuyó, en ese punto, el esfuerzo, el cansancio y la constancia necesarios para que eso ocurriera durante todos los años que se requirieron para que la pequeña terminara por hacerse grande.
Entonces, fue cuando lo supo todo. Comprendió uno de los lenguajes del amor:
El pan que comía, la luz que necesitaba, el agua que bebía y la ropa que la abrigaban eran las formas en que las manos de mamá producían caricias. Los zapatos nuevos, el abrazo más generoso y los útiles escolares fueron las palabras de aliento que la impulsaban a adquirir conocimientos. Un mensaje que se repetía, una y otra vez, durante su infancia y que, ahora, descubierto el código secreto, comenzaba a reconocer. Nunca estuvo sola. Mamá siempre estuvo ahí.
Esa mañana, fue a mirar a aquella mujer de edad madura, a quien había visto hacer los mismos gestos disciplinadamente por años, que se ponía una chamarra antes de salir al frío matutino para ir a trabajar. Entonces, la niña que ya no era niña, se acercó a la mujer y se dio cuenta de que podía rodearla con sus brazos y acunar a su madre por todas las veces que la adulta no pudo hacerlo con su hija.
Ahora, siendo más alta, la niña que ya no era niña, podía dar besos sobre las canas de la madre, por todos los besos que a ella le hubiera gustado recibir.
La madre la miraba con ojos abiertos, tamaño de lunas. Tosca y torpe, la señora, sólo alcanzó a decir, aunque no muy convencida: “Se nos va a hacer tarde”.
“Un minutito nomás, má. Acostúmbrate, desde ahora voy a abrazarte mucho”, respondió la hija.
Un momento después, ambas salieron corriendo a pelear al mundo por la supervivencia, pero iban identificando, en el centro de sus pechos, algo que se sentía parecido a que un chorrito de agüita tibia les estaba lavando el corazón.
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