La casa de Irene

 La abuela Paz dice que su mamá aguantó tanto tiempo porque no quería que ella se quedara sin casa.

—Yo te voy a dejar una casita— le decía en cada llamada telefónica que tenían mientras iba asegurándose de que podría heredar la casa en la que vivía, y quizá algo más, del papá de la abuela Paz. Ella aún recuerda que le respondía: —Con que no me faltes nunca—.

El papá de la abuela Paz murió a los 78 años, casi 50 años después de que se casó con Irene, que en ese entonces tenía pasaditos los 17. Había sido tanto tiempo que a la gente le parecía sorprendente que Irene estuviera tan tranquila a la mañana siguiente del sepelio, pero no a su hija Paz, que para entonces tenía 40 años, una hija y estaba en pleno proceso de divorcio.

Casi enseguida comenzaron a vivir juntas, las deudas que dejó el papá de Paz ya habían dejado de llegar y con lo que quedó decidieron comprar nuestra casa.

¿Yo? Yo llegué con Martha, la compañera de Lucía.

Mi mamá, bueno… Mi hermana conoce a Lucía desde antes de que yo naciera, pero luego de que nuestra mamá murió no querían dejarme con el señor, así que Martha volvió a la casa por mí, me llevaban siempre con ellas, hasta que me trajeron para acá y ya no me quise ir.

—Bueno, mañana te cuento más porque ya llegué. ¡Mucho gusto, Vera!— Escuchó decir Lucía a Alma antes de bajar de su combi escolar.

Al dar la vuelta a la cuadra, confirmó que el pequeño terrenito que colinda con el suyo y es de la casita de Isabel, la señora que siempre le hablaba con preocupación de su hija a su abuela Paz, era el de la casa de Vera.

—Creo que tú casa está en la parte de atrás de casa de Almita— le dijo Lucía a Verá antes de arrancar y despedirse con una gran sonrisa, para ir a su casa a comer con todas las mujeres de las que Alma le contó a Vera en el trayecto, y que tan amadas las hacen sentir.

* Escrito por Itzel Nallely

Picnic, Phoebe Wahl


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