Casa de mujeres

Alma y Vera eran dos niñas; Vera un par de meses mayor que Alma, pero Alma un poco más alta que Vera. Se vieron por primera vez en el malecón, cuando estaban mostrándole a Vera el mar, trataban de alegrarla porque había tenido que mudarse de ciudad, cambiar de escuela y dejar lo que consideraba “todo”.

El lunes, Vera conoció su nueva escuela y al que sería su grupo ese último año de primaria; tenía once años recién cumplidos y no entendía por qué los adultos le arruinaban la vida con sus cosas. Alma la miró entrar al salón y recordó haberla visto el día anterior. Las clases comenzaron y no fue sino hasta que llegó la hora de salida que se volvieron a encontrar, una al lado de la otra, en el pequeño camioncito que las llevaría a casa.

Vera era una niña menudita y ojona, de piel color canela; Alma era una niña alta con piel de un color muy similar al de los conos de helado que le compraban en el mercado, los domingos... Cuando Vera pensó en eso, sintió mucha tristeza porque no volvería a comerlos.

La mujer que manejaba el camioncito pasó lista, la última en ser nombrada fue Vera. Acto seguido, Lucía, la conductora, le dijo a Alma —Ya no vas a estar solita. Vera va al mismo lugar que tú— y entonces, por primera vez, se miraron a los ojos.  Alma sonrió muy contenta.

Vera no entendía mucho de lo que pasaba y quizá Alma se dio cuenta, porque comenzó a hablar. —Es que soy la que vive más lejos—. Y luego de un momento, gritó con entusiasmo.  —¡Somos! Yo  siempre iba acá atrás solita porque a los demás los dejan un ratote antes—.

Vera se sintió menos sola, pero aún triste, y le dijo: —¡Qué bueno que no estaré solita yo tampoco! Acabamos de mudarnos y me da miedo que no conozco nada. No sé por qué mis papás hicieron esto—. Y Alma respondió —para que nos acompañemos—, ante lo que Vera, por fin, sonrió un poquito.

Luego del recorrido de más de una hora de ir repartiendo niñas por la ciudad, Alma ya sabía que los papás de Vera estaban separados y que ellas, su mamá y Vera, habían llegado a la ciudad para vivir con su abuelita. En ese mismo transcurso, Vera supo que Alma vivía en una casa de mujeres: con sus abuelitas, sus mamás y su tía, la hermana de su mamá, que era viajera y la encargada de enseñarle sobre Arte e Historia.

Al llegar a la calle de la casa de Alma, el camioncito se detuvo y abrió su puerta, Alma se bajó y alegremente se despidió de Vera —¡Nos vemos mañana!— le dijo, y Vera sintió como quería irse con esa niña y seguir platicando todo el tiempo, pero no podía así que se despidió: —¡Hasta mañana!—.

Unos minutos después, luego de dar la vuelta a la calle, Lucía, la conductora, le dijo a Vera, de una manera muy alegre, que la casa de Alma estaba en la parte de atrás de la que ahora era su casa.

Al entrar a la casa de su “abu”, como Vera le decía, la encontró tarareando alguna canción en la cocina: —¡Mi rayito de sol!, ¿Cómo te fue en tu primer día?— le preguntó cuando la vio asomar su cabeza por la barra.

Vera le contó que ya tenía una amiga y que vivía en la casa de atrás, o que eso le había dicho Lucía, la señora del camioncito: que vivía en una casa de mujeres, como ella ahora. Mientras lo contaba, sentía cómo iba estando menos enojada por la mudanza.

Doña Isa, muy contenta, le dijo —Seguro es la nieta de Pacita. Sus hijas viven con ella, tiene dos o tres, o creo que son cuatro; todas parecen sus hijas, una es la mamá de tu amiga. Al rato nos asomamos a saludar— y le puso un plato de sopita de fideos enfrente mientras continuó revoloteando como colibrí por la casa, con su canto bajito.

* Escrito por Itzel Nallely

Amor de Campo, Candelaria Rivera


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